Empieza septiembre y los cerros empiezan a vestirse de los colores que vienen a anunciar que hay un cambio de temporada. Las flores amarillas y anaranjadas cubren las montañas, azules y moradas también empiezan a abrirse ante la inminente llegada de los meses más fríos del año.
Es 28 de septiembre y en el pueblo las marchantas salen a vender las famosas cruces de pericón. Ya desde días antes se ven en las entradas de las casas y en los carros de los habitantes de este pueblo que se resguarda entre sus guardianes de piedra.
Las esquinas se llenan de naranja, y con ello, se anuncia el cambio de temporada, que los vientos del invierno ya están llegando. Las familias y las comunidades se reúnen para celebrar las últimas cosechas del año. Se reúnen alrededor del fogón que estará prendido, asando los elotes, uno tras otro, porque lo que se cosecha es para compartirse. La felicidad de compartir se convierte en una fiesta llena de baile y maíz.
De acuerdo a algunas personas, las cruces del pericón, o yiauhtli, se colocan para protegerse de que el diablo anda suelto hasta el 28 de septiembre, un día antes de la fiesta de San Miguel, quien lo encierra y guarda las llaves para que se quede bien guardadito. Pero antes de este sincretismo, el yiauhtli se ofrendaba a Tlaloc y a Chalchiuhtlicue, dioses de la lluvia y el agua, agradeciendo por las lluvias que alimentaron y nutrieron las cosechas. Las cruces, que tienen los cuatro lados del mismo tamaño, al representar el movimiento, se colocaban en las esquinas de la milpa, para protegerla de los espíritus que el cambio de los vientos pudiera traer. A finales de septiembre se pueden sentir los primeros vientos del sur, que llegan anunciando que la mitad más caliente del año está terminando. Las milpas empiezan a descansar, las últimas cosechas se recogen y la vida empieza a menguar, a descansar e invitar a ir hacia adentro.
Un mes y días después, nos preparamos para otra celebración que sigue tan viva como en los tiempos ancestrales. Las familias se preparan para recibir a aquellos amados que ya trascendieron este plano. Las calles y las casas se vuelven a vestir de otoño, se ponen altares con la comida favorita de aquellos que regresan del descanso eterno, las bebidas no pueden faltar. El papel picado, que se mantiene como un arte tradicional, que aún se hace a mano, adorna las mesas, ventanas, techos, iglesias… La muerte se viste de colores. Llega el tiempo de la siguiente cosecha grande de los campos del centro del país, del cempohualxochitl, flor de una vuelta completa o flor veinte.
Sus colores amarillos y anaranjados marcan los caminos para que los espíritus lleguen a las casas de sus familiares, los panteones se llenan de vida, de la vida que anuncia la muerte.
Su aroma les marca el camino de vuelta, para iluminar el camino de las ánimas.
Para las culturas ancestrales, la muerte era solo una etapa más en este viaje de la vida. Era un momento de celebración, una fiesta para celebrar la vida de las personas amadas.
En el otoño, México se viste de colores, los campos se colorean de alegría, recordándonos que cada momento podemos ritualizarlo, con nuestra presencia, habitando la plenitud del ahora, recordando con cada respiración la impermanencia de la existencia, y que la vida es una celebración constante de nuestro paso por este mundo, hasta que la muerte nos separe de él.